El trabajo no basta: por qué necesitamos un nuevo pacto social

Nos han repetido hasta el cansancio que el trabajo dignifica y que es la única escalera para salir de la pobreza. Es un mantra que resuena en discursos políticos, en pláticas familiares y en la cultura popular. Pero, ¿qué pasa cuando la escalera está rota? ¿Qué sucede cuando, sin importar cuánto te esfuerces, el escalón de arriba parece inalcanzable?

En México, la escalera no solo está rota, sino que para muchos ni siquiera existe. Las cifras son contundentes y demoledoras: 74 de cada 100 mexicanos que nacen en la base de la pirámide social no logran superar su condición de pobreza. No importa su esfuerzo, no importa su talento, no importa su sudor. Su destino, en gran medida, está sellado desde la cuna. Y esto ocurre en un país donde trabajamos un 23% más de horas que el promedio de la OCDE. Somos de los que más trabajamos y de los que menos avanzamos. ¿No es esto una contradicción brutal?

Esta cruda realidad nos obliga a confrontar uno de los mitos más arraigados y, a mi parecer, más dañinos de nuestro tiempo: la meritocracia. La idea de que el éxito es únicamente fruto del mérito y el esfuerzo individual es, en un país tan desigual como México, una ilusión cruel. Es una narrativa que ignora las barreras estructurales que millones de personas enfrentan desde el día en que nacen. ¿De qué sirve el “mérito” si no hay una “cancha pareja” para competir?

La meritocracia solo es válida cuando todos parten de la misma línea de salida. Pero en México, algunos arrancan en una pista de tartán con tenis de última tecnología, mientras que la gran mayoría empieza descalza y en un terreno lodoso. La salud, la educación de calidad, el acceso a una vivienda digna o a un trabajo con derechos no son universales. Son privilegios. Y mientras eso no cambie, hablar de meritocracia es, en el mejor de los casos, una ingenuidad y, en el peor, una forma de justificar la desigualdad.

Es aquí donde el rol del Estado se vuelve fundamental. Durante décadas, los programas sociales fueron vistos como una forma de caridad, como una ayuda para “los más necesitados”. La visión de la Cuarta Transformación, iniciada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, representó un punto de inflexión radical. Se transitó de la lógica del asistencialismo a la de la justicia social. Los programas sociales dejaron de ser un favor para convertirse en un derecho.

La Pensión para Adultos Mayores, las Becas Benito Juárez o Jóvenes Construyendo el Futuro no son dádivas. Son mecanismos para empezar a nivelar esa cancha dispareja. Son una inversión directa en el bienestar de la gente, que reconoce que el Estado tiene la obligación de garantizar un piso mínimo de dignidad para todos. La presidenta Claudia Sheinbaum no solo ha dado continuidad a esta visión, sino que la ha profundizado. Su propuesta de llevar los programas sociales a rango constitucional y expandirlos, como con el apoyo a mujeres de 60 a 64 años, consolida este nuevo paradigma: el bienestar como pilar del desarrollo.

Desde mi trinchera, la planeación y la prospectiva, veo con claridad que estos programas no son solo una herramienta para reparar las injusticias del presente, sino una plataforma indispensable para construir el futuro. El mundo del trabajo está en una transformación vertiginosa. La inteligencia artificial y la automatización, según el Foro Económico Mundial, eliminarán 85 millones de empleos en los próximos años, pero crearán 97 millones de nuevos roles. En México, se estima que 16 millones de puestos de trabajo se verán afectados en el corto plazo.

¿Cómo nos preparamos para esta disrupción? ¿Cómo garantizamos que nuestra gente pueda adaptarse, reinventarse y prosperar en esta nueva economía? La respuesta es, precisamente, fortaleciendo el piso de bienestar. Una persona que vive en la incertidumbre, que no sabe si podrá comer al día siguiente o si tendrá para el transporte, no puede permitirse el lujo de estudiar, de capacitarse o de emprender. Los programas sociales, al proveer una base de seguridad económica, liberan el potencial humano. Son una inversión en resiliencia, en capital humano y en la capacidad de adaptación de nuestra sociedad.

Es hora de superar el falso debate entre “trabajo” y “programas sociales”. No son excluyentes, son complementarios. Un Estado de Bienestar sólido no desincentiva el trabajo; al contrario, crea las condiciones para que el esfuerzo individual y el mérito realmente puedan florecer. Se trata de construir un nuevo pacto social donde se reconozca que la pobreza no es una falla individual, sino un fracaso colectivo.

El objetivo final no es que la gente dependa de los programas sociales. El objetivo es que los programas les den la libertad para construir una vida digna, para elegir su propio camino y para desarrollar su máximo potencial. Se trata, en esencia, de poner el piso parejo para que, ahora sí, la escalera del progreso esté al alcance de todas y todos, y no solo de unos cuantos privilegiados.

Miguel Tello

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