¡Qué nunca desaparezcan las aulas y librerías!

Por el bien común, sigamos privilegiando la docencia presencial, la lectura de libros físicos, la existencia de librerías, cines y otros contextos analógicos.

Como tantos apasionados escritores (yo escribo por hobbie; por que me gusta y por que me desestresa) y eternos alumnos (me fascina estudiar), durante los últimos meses he cambiado las aulas de las universidades por Coursera (ahí he tomado algunos cursos) y otras plataformas de este tipo. He cambiado la lectura del libro físico, por la maravillosa Kindle White Paper (aclaro, no siempre).

Lo que se gana es evidente: tiempo, conciliación familiar, ahorro en el gasto, etc.

Lo que se pierde, también lo es: contacto humano, inmersión, intercambio cultural, conversación informal, todo aquello que rodea y enriquece la discusión.

Durante las reuniones virtuales, me cuesta mucho trabajo recordar en que momento expresé algo, esto debido a que estoy y sigo sentado en la pantalla de mi casa. No me he movido. No sé si lo dije en la reunión de las 9:00 am o en la de las 7:30 pm. No recuerdo si lo dije enojado, o lo dije contento.

No recuerdo la página o capítulo donde leí algún párrafo del último libro qué descargue en mi Kindle. No recuerdo si lo subrayé o no. No pude ponerle algún texto o algún separador físico, para poder recordar el momento.

La experiencia crea la memoria

La capacidad del contexto para convertir la experiencia en memoria es lo que hace que la reunión física, sea superior a la digital.

Se trata de la misma razón por la que sigue siendo, para muchísima gente, mejor la lectura de un libro en papel que la de uno electrónico; ver una película en el cine en vez de hacerlo en un dispositivo; o compartir una serie en el sofá de casa en lugar de verla a solas en el celular en tu cuarto. El marco, que es diferente en cada ocasión, hace memorable la experiencia.

Las grandes plataformas tecnológicas ponen a nuestra disposición catálogos y herramientas asombrosos, fascinantes. Lo hacen a través de una misma superficie plana, cuyo tamaño cambia según el dispositivo, pero cuyas propiedades se mantienen. Mientras que la pantalla de la computadora, del e-book o del celular uniformizan, el aula, el libro en papel o la sala de proyección distinguen el contexto. Eso es crucial en un momento en que están cambiando nuestras formas de atender y de recordar. En que la memoria, perpetuamente distraída, demasiado acostumbrada al auxilio de Google, necesita más ayuda que nunca.

Esa particularidad, esa distinción, se produce a través de un rasgo del mundo analógico que nos disgustaba cuando no habíamos sido conquistados por el digital y que ahora, en cambio, nos parece valioso: el ruido. “El ruido, para un ingeniero de sistemas electrónicos, es cualquier cosa que no sea una señal“, escribe Damon Krukowski en The New Analog. Cómo escuchar y reconectarnos en el mundo digital. Y añade: “Los medios analógicos siempre incluyen ruido” y “el ruido comunica tanto como la señal”.

La relación entre esos dos conceptos (ruido y señal), propia de los equipos de reproducción sonora, es una buena metáfora para entender por qué es más eficaz la pedagogía presencial que la remota. En la transmisión del conocimiento, con auriculares y a través de internet, la señal digital monopoliza la atención y casi borra el ruido. En los cursos y las conferencias en espacios físicos, en cambio, la comunicación analógica, a menudo potenciada por la proyección digital, no solo implica más sentidos y más dimensiones, también inyecta más información — por ejemplo, corporal — y más ruido.

Las experiencias docentes y comunicativas no son solo intelectuales, también implican a los sentidos y las emociones. El ruido de las miradas, de los gestos o las interrupciones puede enriquecer la vivencia. Probablemente olvide muchas de las películas que he visto en el televisor de mi casa durante este año inolvidable, pero, recuerdo cuándo y dónde compré y leí muchos de los libros que forman mi pequeña biblioteca.

¿Qué perdemos si no volvemos a las aulas?

La mayoría de los mexicanos nos encontramos, de alguna u otra forma, involucrados en la educación ya sea como estudiantes, profesores, padres de familia o una combinación. Por ello, desde el inicio del confinamiento en marzo, esperamos ansiosos, semana tras semana, las noticias del retorno a las aulas; y, semana tras semana, nos sentimos defraudados por el alargamiento de la cuarentena educativa que concluyó en la clausura precipitada del ciclo escolar.

La estrategia del gobierno federal, dada a conocer el lunes tres de agosto del 2020, indicó que sería hasta el 24 de ese mismo mes cuando los alumnos de educación básica y media superior se incorporarían oficialmente al nuevo ciclo escolar 2020–2021, fundamentalmente con el apoyo de programas de televisión en una estrategia que podría denominarse “Aprende en casa 2.0”. Sin embargo, ante la inconsistencia de los pronósticos sobre el comportamiento de la pandemia en México, y el latente rebrote hacia finales de año, permanece la duda sobre el regreso a las escuelas presenciales.

¿Y si, efectivamente, no volviéramos a las aulas pronto? Independientemente de las carencias tecnológicas en el país, ¿qué tan deficitarios serían los aprendizajes? ¿Qué están sacrificando los alumnos al confinar la enseñanza a la casa? La educación abarca un concepto mucho más amplio que la transferencia de conocimientos y la práctica de destrezas. Derivado de ello, la escuela se concibe como uno de los espacios más significativos para el ser humano, donde se adquieren y desarrollan competencias para la vida como la comunicación, la negociación, la resolución de conflictos y, en un estadio superior, la empatía, la solidaridad, la transformación de la realidad, entre otras. Por ello, confinar la educación a la casa significa una desventaja para la humanización y la socialización de la persona, en detrimento del desarrollo pleno de su ser y sus potencias.

En el siglo XVIII, el filósofo suizo Jean Jacques Rousseau en su obra Emilio o de la Educación (1762) consideraba la educación — antes que todo — como el enseñar a vivir, en el entendido de que vivir consiste en saber hacer uso de nuestros órganos, de los sentidos, de nuestras facultades y de todo aquello que da un objetivo a nuestra existencia. Educar, desde Rousseau, es recoger nuestro equipamiento humano y hacer con él una coexistencia satisfactoria, a partir de experimentar la vida.

Paradójicamente, Rousseau nos alertó sobre confinar la educación a casa: “¿Puede concebirse un método más insensible como el de educar a un niño como si jamás hubiese de salir de su habitación y tuviera que vivir siempre rodeado de su gente?”. Y agregó que con este método, si el estudiante saliese a enfrentarse al mundo, no tendría posibilidades de sobrevivir con éxito. Si bien Rousseau no podía considerar que contaríamos con avances tecnológicos que nos permitirían mantener una educación virtual, o vía televisión, en caso de un aislamiento, es pertinente retomar su cuestionamiento en estos tiempos: ¿Podemos sustituir el aprendizaje de la experimentación por una comunicación virtual? ¿Podemos reemplazar la interacción natural por una artificial?, ¿Qué sacrificamos? Aparte de privarnos de la percepción sensorial que acompaña al lenguaje no verbal, renunciamos a relacionarnos con quienes están fuera de nuestra esfera virtual: personas ajenas a nuestro salón de clases y que enriquecen nuestra habilidad de socialización.

Rousseau afirmaba que la educación de los infantes comienza con la medición de sí mismos con otros niños, pero si una niña o un niño no acude a la escuela y queda cautivo en su casa, ¿Con quién autorregulará su ímpetu? ¿Con quién negociará los roles de juego? ¿Cómo identificará los propios límites? ¿Cómo se reconocerá a sí mismo a través de su interacción con el otro? Aun cuando el niño tenga hermanos, su ambiente familiar, entendido como un espacio regulado bajo determinadas normas, costumbres e ideologías, no le permitirá poner a prueba sus habilidades con niños de contextos distintos al suyo, en detrimento del aprendizaje por experimentación.

Salvemos las librerías

A veces imagino qué hubiera pasado si, a mediados de los años noventa, un auténtico amante de la literatura, y no Jeff Bezos, se hubiera dado cuenta de que existía un nicho de mercado de venta de libros por internet y hubiera decidido invertir en él. Muy probablemente, ese gigante tecnológico ucrónico ahora no enviaría los libros en las mismas cajas de color marrón en que Amazon envía cualquier cosa. Porque los libreros y los letra heridos sabemos que, al igual que la calidad del papel o la tipografía influyen en la lectura, la bolsa o el papel de regalo son importantes para recordar el contexto en que un libro llegó a tu vida. Que todo proceso de conocimiento es una cadena de memoria y sentido.

La American Booksellers Association acaba de lanzar una impactante campaña de defensa de las librerías. El plan de marketing ofrece a cualquier establecimiento independiente de Estados Unidos la posibilidad de realizar una instalación, con pósteres y cajas, que busca concienciar a los ciudadanos sobre el peligro que supone Amazon para el sector del libro. En las fachadas de algunas de las librerías más emblemáticas de la Costa Este, como McNally Jackson, de Manhattan, Greenlight Bookstore, de Brooklyn, o Solid State Books, de Washington D. C., se pueden leer, en grandes letras, mensajes como estos: “Cómprale libros a gente que quiere vender libros, no colonizar la Luna” o “Por favor, Amazon, déjale a Orwell la distopía”.

En La civilización de la memoria de pez, Bruno Patino afirma que “el nuevo capitalismo digital es un producto y un productor de la aceleración generalizada”. El mundo está mutando a una velocidad extraordinariamente superior a la que puede mutar nuestro cerebro. Por eso necesitamos cada vez más la ayuda de la Nube y la inteligencia artificial y se están fabricando las primeras computadoras cuánticas. La digitalización de la realidad es imparable, pero el ritmo no lo deciden solamente las corporaciones, sino en parte también lo hacemos nosotros, con nuestras decisiones cotidianas.

¿Qué estamos perdiendo?

Algo vital: el lugar donde estábamos juntos, donde los alumnos y/o compañeros de trabajo, cualquiera que sea su origen de clase o su barrio, compartían un mismo espacio.

Como escribe la profesora norteamericana Karen Strassler, los espacios universitarios no garantizaron nunca la igualdad entre estudiantes de distintas procedencias y clases sociales, pero sí crearon un ambiente propicio, un “paraíso de aprendizaje” en el que verse y medirse compartiendo las mismas herramientas y espacios — escapando de las propias circunstancias — les permite a estudiantes de disímil procedencia imaginarse en otro sitio y pensar en la transformación del sitio del cual vienen.

El confinamiento en casa está haciendo que el proceso de comunicación y aprendizaje sea especialmente duro y perjudicial. Según expertos en educación y psicología, las enormes dificultades de los sectores más vulnerables para estudiar fuera del aula producen angustia, problemas psicológicos, retrasos y deterioro en el rendimiento en todos los niveles educativos.

Al estar ahora obligados a quedarse en casa, unos tienen silencio y otros, ruido constante; unas comparten habitación y escritorio con dos hermanas pequeñas mientras otras tienen el lujo de un cuarto propio; algunas tienen mejor conexión a internet que otras, hay muchos que deben compartir la computadora de la casa con sus padres que hacen “teletrabajo”. O hay incluso quienes han tenido que dejar la universidad para trabajar y ayudar a sus familias.

Quizás hoy, en lo que encontramos las claves para que la educación a distancia cumpla con sus dos funciones alfabetizadoras y se brinden las condiciones necesarias para lograr una educación virtual satisfactoria para todos, no nos queda más que reforzar el círculo primigenio de aprendizaje del ser humano, la familia, y rescatar su valía como proveedora de una educación orgánica.

Por el bien común, sigamos privilegiando en la medida de lo posible la docencia presencial, la lectura de libros en papel, la existencia de librerías, cines y otros contextos analógicos. Sigamos creyendo en la importancia de la memoria. Ya llegará el futuro, con su realidad virtual, sus implantes neuronales, sus experiencias inmersivas, su registro y evaluación continuos de todos los detalles de nuestras vidas. No tengamos prisa.


Compartir

Tags:

Deja un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post comment